CRISTOLOGÍA     

                             
                              

 

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DIVAGACIONES PERSONALES

SOBRE EL DOMINGO DE RAMOS

 

Domingo de Ramos. Una mañana soleada; hacia mediodía, resuenan las campanas, los papás llevan deprisa a los niños hacia el templo; todos vestiditos de fiesta, todos agitando palmas o ramitas de olivo, todos sonrientes y felices, dispuestos a aclamar “Hosanna”, “Hosanna al Hijo de David”. Y la procesión, quizá con la imagen de Jesús sonriente, montado en un burrito precioso, y el desfile de los clérigos ataviados de vestiduras doradas, arropado todo por humaredas de incienso.

 

Aunque parezca raro, esto se parece un poco a lo que nos pasaba en Navidad. La señal que dieron los ángeles es que había que creer en un niño pobre, nacido en penosas circunstancias, lejos del templo, del poder y de la sabiduría de los doctores. Pero a nosotros no nos gusta eso, y lo cambiamos por la ternura del bebé/dios, las cancioncillas populares, las comilonas familiares y los regalos a los niños. Las despensas llenas, nuestras mesas repletas y la Misa de Gallo vacía.

 

Todo el mundo sonríe, sólo Dios llora.

 

Y ahora está pasando lo mismo: los discípulos entusiasmados, cortando ramas de olivo para aclamar al Mesías/Rey, alfombrando el suelo con sus modestos mantos de campesinos o pescadores, aclamando, cantando, bailando, porque el Mesías/Rey viene a tomar posesión de su Ciudad, de su Templo.

 

Pero nos cuenta Lucas que Jesús entró en Jerusalén llorando, llorando por la ciudad, porque él sabía muy bien lo que iba a pasar: que Jerusalén le iba a dar con la puerta en las narices, que en cinco días acabarían crucificándole, que iban a desaprovechar su última oportunidad.

 

Me produce un profundo desasosiego ese desfile de rey de burlas que montan los discípulos, ver a Jesús malmontado en un miserable burro, llorando mientras todos cantan un triunfo que no le va.

 

Me entusiasma lo que pasa después, que lo suben al Templo entre cantos triunfales, ¡bendito el Rey que viene!, penetran en los atrios repletos de animales para los sacrificios y de cambistas para las limosnas, entusiasmados y triunfantes... Y Jesús se baja del burro, coge una soga, hace con ella un látigo y empieza a liarse a golpes a diestra y siniestra... y se monta una estampida de corderos y de vacas, y el suelo se llena de monedas que brincan por los escalones de mármol...

 

¿Dónde estaban entonces los discípulos, sin saber qué hacer con las ramitas de olivo en las manos, con el ¡hosanna! a medio gritar en la boca ...

 

¿Fue allí cuando Judas se desilusionó del todo de aquel mesías que lo hacia todo al revés? ¿Entendieron algo los otros Once? Parece que no, porque, si hemos de creer a Lucas, no mucho después, cuando Jesús resucitado llevaba ya cuarenta días instruyéndoles y los sacó, para despedirse, hacia el monte de los olivos, le preguntaron: ”Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer la soberanía de Israel?” Y – perdónenme esta invención irrespetuosa - Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre, con estos no hay quien pueda; a ver si mandas tu Viento Poderoso y los convences. Yo me voy”.

 

Y se fue, incomprendido por sus más íntimos, que seguían esperando y deseando un Mesías, Rey Poderoso, Triunfante de sus enemigos, exaltador de Israel, mantenedor de lo de siempre, un Mesías a su medida, un dios a su medida.

 

¡Pobre Jesús, llorando montado en el cómico y paciente burro, incomprendido y solo en la algarabía de Jerusalén! ¡Brillante Jesús acometiendo, también solo, contra las manadas de traficantes y contra sus promotores los sacerdotes, que no se lo perdonarán y acabarán matándole!

 

¡Que mal encaja, en este Domingo de Ramos, la lectura de la Pasión tras la fiesta infantil de las palmeritas y los hosannas! Parecen dos fiestas que por error se hayan quedado juntas.

 

Algunos dicen que nuestras aclamaciones están muy bien, que sabemos de sobra que aclamamos al crucificado, que precisamente por ser el crucificado le aclamamos. La verdad es que me gustaría muchísimo que fuera así, que tuvieran razón. Pero me temo que sigamos creyendo en el mismo Mesías en que creían y a quien aclamaban los discípulos.

 

Me temo que nos siga disonando el Jesús airado y violento de la expulsión de los mercaderes, me temo que nuestros crucifijos no sean motivo de fe sino adorno inexplicable, dorado con la teoría del sacrificio sangriento querido por el llamado Padre, que no lo parece al exigir sangre, ¡y de su hijo!, para perdonarnos. Me lo temo, casi diría que estoy convencido de que así es y de que no nos encaja la lectura de la Pasión en ese día de fiesta tan bonita.

 

Domingo de Ramos, Navidad en tono trágico, equivocar la señal, quedarnos con lo de siempre, no aprender de Jesús, sino leerlo desde nuestros viejos pellejos, repletos de vino viejo, pasarnos la vida remendando el odre viejo, no sea que, mirando a  Jesús tal cual es, se nos rompa y se desparramen por el suelo todas nuestras mitologías, todas nuestras conveniencias, todas nuestras seguridades.

 

Hermosa imagen, preocupante imagen, la de Jesús, llorando encima de un burro mientras todos celebran entusiasmados la fiesta del viejo Mesías triunfador.

 

 

José Enrique Galarreta