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PENTECOSTÉS Y LOS 7 DONES PARA 2016

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Jn 20,19-23

La fiesta de hoy es una buena ocasión para acercarnos al misterio del Espíritu a través de imágenes que tienen mucha relación con nuestras experiencias vitales.

¿Qué sentimos cuando parece que nos ahogamos, porque nos falta aire, y de repente podemos respirar aire fresco a pleno pulmón? ¿Y cuando tenemos mucha sed y alguien nos da agua? ¿O cuando estamos muy cansados y alguien se acerca para ayudarnos y animarnos? ¿Qué sentimos cuando una persona está a nuestro lado y nos ayuda cuando  estamos enfermos o tenemos miedo?

La palabra Espíritu es un término latino, y se ha generalizado su uso. En hebreo se habla de ruah, término femenino, que indica viento, aire, aliento, vida, amplitud, espacio ilimitado… tienen unas connotaciones mucho más ricas y vitales que el término espíritu.

El término ruah evoca el soplo del viento, el aire fresco que traía la lluvia y se consideraba una bendición. Evoca también el misterio de Dios, similar al viento, porque se nota su presencia,  pero no se le puede ver.

La acción de la  ruah en los seres humanos se refiere al aliento de vida de Dios que hay en cada persona, a la abundancia de Vida divina que está presente en el interior de cada hombre y mujer y en la Historia. Es una pobreza hablar solo del Espíritu Santo y dejar a un lado la riqueza semántica de la ruah.

Al ser conscientes de lo que sentimos y de las huellas que nos dejan muchas experiencias vitales podemos entender mejor el mensaje del evangelio de hoy. Vamos a leerlo bajo esta perspectiva.

El primer día de la semana se refiere al domingo. En los versículos anteriores Juan nos había dicho que la madrugada del domingo María Magdalena fue muy temprano al sepulcro y lo encontró vacío; un poco más tarde tuvo la experiencia de encontrarse con Jesús vivo y fue a dar testimonio. Al atardecer de ese “día” son los discípulos quienes tienen una experiencia similar.

No importa si es un día cronológico, o no, lo importante es que es un día teológico que marca para siempre la ruptura  con el sábado judío y sugiere que la experiencia de que Jesús estaba vivo se fue extendiendo.

Es lógico que nos digan que los discípulos estaban encerrados en una casa; era costumbre de los romanos que cuando ajusticiaban a un judío, buscaran durante un tiempo a quienes habían comido con él. Las comidas compartidas eran un signo propio de la familia, de los amigos y de quienes eran cómplices en una tarea; no existían las comidas de compromiso.

Por eso, tras la última cena pascual, viene la desbandada; el miedo a ser apresado hace que todos se escondan. Saben bien las consecuencias de haber formado parte del grupo de Jesús y haber comido con él: podían ser detenidos y ajusticiados, como había ocurrido muchas otras veces.

 Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

En este relato post pascual se cumplen las promesas que Jesús había hecho durante su vida pública: no les dejaría huérfanos, volvería, les daría una paz que no podía dar el mundo, etc. Lo más importante es que la comunidad cristiana experimenta que eso estaba ocurriendo ya. Las promesas se estaban realizando.

Las señales de las manos y el costado, produjeron escándalo durante muchos años en los propios cristianos y en quienes se acercaban a conocer la vida de las primeras comunidades, porque eran la muestra de que Jesús había sido crucificado y se había convertido en un proscrito ante la ley. Ahora el relato de Juan nos muestra otra perspectiva: esas señales despiertan alegría porque ya ven a Jesús desde la experiencia de la Pascua. No le experimentan como proscrito sino como Hijo.

Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»

El aliento tiene connotaciones muy profundas en el lenguaje bíblico. Nos sugiere “una nueva creación” y nos remite al texto del Génesis sobre los orígenes míticos del hombre y la mujer. “Entonces Dios formó al hombre del barro de la tierra, le insufló en las narices aliento de vida y así llegó a ser el hombre un ser viviente” (Génesis 2, 7)

En el siglo VII antes de Cristo, cuando se escriben textos sobre la creación, no podían concebir que Dios hubiera hecho a los seres humanos con algo que no fuera barro, porque era el material con el que fabricaban las casas y utensilios. Pero era necesario “el aliento de Dios” para que el barro del ser humano cobrara vida y se transformara en un ser a imagen y semejanza de Dios.

En el texto del evangelio de Juan es el aliento de Dios, la fuerza del Espíritu, lo que  transformó a los discípulos, les re-creó. Un grupo de hombres y mujeres acobardados y escondidos tuvo una experiencia muy profunda: la fuerza de Jesús estaba en cada uno de ellos y de ellas y en la comunidad. Ese aliento, ese dinamismo, les empujó a salir a predicar y a vivir como Jesús les había enseñado.

El evangelista nos presenta el aliento de vida unido a la experiencia del Espíritu y del perdón de los pecados.  El aliento “sobre ellos” ¿se refiere a once varones, que a su vez han transmitido el poder de perdonar a otros varones, y así sucesivamente? ¿Qué hicieron los hombres y mujeres –discípulos- que estaban presentes? ¿Cómo está presente –o ausente- el aliento de vida en el sacramento del perdón? ¿Por qué se han ido perdiendo la dimensión comunitaria del perdón?

Esta fiesta se asocia a los siete dones del Espíritu, número que representa la perfección, el conjunto de dones que nos ofrece Dios. Recordamos que son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Así los enumera el texto de Isaías 11,2-3. San Pablo añade otros dones: sanar a los enfermos, hacer milagros, profetizar, discernir espíritus, hablar en lenguas e interpretarlas (1ª Corintios 12, 8-10)

¿Qué dones necesitamos en 2016? Viendo la situación de la humanidad y de la Iglesia podemos hacer una lista interminable, vamos a enumerar 7 que son urgentes:

· El don de creer cada día que es posible reconstruir la humanidad con las claves de la dignidad, la igualdad y el respeto de los derechos humanos. Y obrar en consecuencia.

· El don de vivir en nuestro centro, en esa zona virgen en la que somos y nos descubrimos hijos e hijas amados por Dios.

· El don de explicar el evangelio y predicar con una palabra “ungida”, que nace en las entrañas y se expresa a través del lenguaje corporal. Una palabra valiente, audaz y misericordiosa. 

· El don de ser misericordia, que nos convierte en iconos del Abbá y es mucho más que  hacer obras de misericordia. 

· El don de vivir intensamente el momento presente,  con sus luces y sombras, su alegría y su dolor, como una bendición.

· El don de atravesar nuestros miedos sin quedarnos paralizados por ellos.

· El don de reconocer a la muerte como hermana y compañera de camino, y aprender con la sabiduría que nos ofrece.

Finalmente podemos recordar que el origen de la fiesta de Pentecostés se remonta a los tiempos en los que los judíos celebraban una gran fiesta llamada de la Recolección, cincuenta días después de Pascua: “Observarás también… la fiesta de la recolección, al terminar el año, cuando recojas de los campos el fruto de tus fatigas…” (Éxodo 23, 16). Era una fiesta agrícola, en la que daban gracias a Dios y le ofrecían los primeros frutos de la cosecha.

A esta celebración se le añadió posteriormente una nueva dimensión: recordar y dar gracias a Dios por la Alianza del Sinaí, y la entrega de la ley a Moisés, como si hubiera tenido lugar cincuenta días después de salir de Egipto: “He aquí que yo establezco una alianza; haré a la vista de todo el pueblo maravillas como no han sido hechas en toda la tierra, ni entre nación alguna. Todo el pueblo, en medio del cual estás, verá la obra de Yahvé, porque es grandioso lo que voy a hacer contigo…” (Éxodo 34, 10-ss). La fiesta agrícola se convirtió en una fiesta con hondas raíces religiosas.

Para el evangelista san Lucas la ley del Sinaí quedaba obsoleta, superada con la fuerza del Espíritu. Pentecostés marcaba el comienzo de una nueva creación. Con el espíritu de Jesús la comunidad tenía fuerza para salir a anunciar el Evangelio, para compartir sus bienes, para reunirse en torno a la fracción del pan y para realizar los gestos que había hecho Jesús.

Celebrar Pentecostés no es recordar una experiencia de hace dos mil años, no es una fiesta para mirar al pasado sino para tomar conciencia de que nuestra vida puede cambiar tan profundamente como cambió la de aquel grupo de hombres y mujeres. La ruah está presente en nuestra vida, nos re-crea constantemente, re-crea las comunidades y la Iglesia. ¿Nos lo creemos? Si es así ¿qué celebraremos hoy y cómo lo celebramos?

 

Marifé Ramos González

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